miércoles, 31 de octubre de 2012

HAY QUE BAJAR EL IMPUESTO DE SOCIEDADES

En el pasado reciente de nuestro país ya hay experiencias empíricas que señalan muy claramente que el crecimiento del PIB va en dirección contraria al aumento de los impuestos. Sin ir más lejos, en la legislatura 1996-2000 la bajada del tipo marginal del IRPF indujo un aumento del consumo que impulsó hacia adelante nuestro PIB hasta hacernos olvidar la regresión que estábamos sufriendo hasta entonces.

La literatura está llena de otros ejemplos fuera de nuestras fronteras, hasta el punto que ya se habla del "multiplicador fiscal" o de los "estímulos fiscales". El multiplicador fiscal es un coeficiente que debe indicar la relación entre el efecto monetario del cambio de los impuestos y su efecto sobre el PIB. Su valor parece ser muy variable (entre 0,7 y 3, es decir entre un efecto menor al del propio estímulo hasta uno tres veces mayor que el mismo), siendo 1 cuando un determinado incremento fiscal produce una disminución equivalente del PIB.

En lo que parecen estar todos los economistas de acuerdo es en que el multiplicador fiscal no puede tener valores negativos, es decir en que un aumento de los impuestos no puede producir crecimiento.

Partiendo de esa base teórica, convendría hacer una pequeña comparativa de la situación de España con la de Irlanda: Antes del comienzo de la actual crisis, Irlanda era llamada "el tigre celta" por la pujanza de su economía, que comenzó a despegar cuando su gobierno bajó el tipo de su impuesto de sociedades hasta el 12,5%. La consecuencia fue que entre 1994 y 2004 el crecimiento medio del PIB irlandés fue del 7,9% (en España fue del 3,4% en ese mismo periodo, que fue de franco progreso para nuestro país) y la tasa media del crecimiento de la productividad del trabajo fue del 4,9% (en España del 0,4%).

Se podrá decir que posiblemente hubo otros factores para lograr esa progresión espectacular, pero por ejemplo, la inversión en conocimiento en 2002 (I&D +software + Educación Superior) fue del 2,2% del PIB en Irlanda y del 2,4% en España; luego no fue ese el factor determinante de que el número de patentes por millón de habitantes pasase de 5 a 25 en Irlanda entre los años 1992 y 2002, y de 1 a 3 en España en esos mismos años. Ni tampoco para que el porcentaje de la inversión de capital riesgo en sectores de alta tecnología fuese del 92% en Irlanda y solo del 20% en España en 2000-2003.

Cuando en 2007 las burbujas inmobiliarias de ambos países explotaron casi al mismo tiempo, e Irlanda tuvo que solicitar su rescate a la UE, Europa exigió en 2008 que subiese su impuesto de sociedades hasta un valor más acorde con la media europea (alrededor del 25%). El país entero se sublevó ante la "sugerencia", e incluso la Iglesia irlandesa manifestó públicamente su desacuerdo con la medida. Tal era el convencimiento de toda la población sobre cuál había sido la causa real de su progreso en los últimos tiempos.

En España la recaudación por el impuesto de sociedades fue de unos 1800 millones de euros en 2011, cantidad más que modesta si se la compara con los más de de 45000 millones que se recaudaron por IRPF. Luego, una bajada del impuesto de sociedades hasta el nivel irlandés podría considerarse un experimento "con gaseosa", como dice el dicho que se deben hacer los experimentos.

Recordemos que solo son los autónomos y las PYMEs los que pagan el impuesto de sociedades al tipo del 25-30% actual. Las grandes empresas se las arreglan para pagar siempre tipos efectivos inferiores. Luego una bajada del tipo del impuesto beneficiaría a quienes son los creadores del 90% de los puestos de trabajo nuevos. Y además, ya hemos visto más arriba que todos los economistas coinciden en que el multiplicador fiscal solo puede tener un valor positivo, luego la bajada del impuesto solo podría hacer crecer el PIB.

No valdría la pena probar?

lunes, 29 de octubre de 2012

ES BARATO CORTAR UNA CALLE EN MADRID

Hace unos pocos años hemos estado viendo Madrid sembrada de obras importantes. El madrileño y el visitante ocasional las sorteaban con obligada resignación y con un esperanzado anhelo de que la cosa acabase cuanto antes; nos acostumbramos casi a que los desvíos y los cortes fuesen imprevisibles, y tan cambiantes que lo que un día podía estar franco y libre de problemas, al día siguiente era difícilmente transitable.

Daba la impresión que el necesario tráfico cotidiano de los usuarios de una determinada calle estaba sometido al albur cambiante del capataz que dirigía los tajos sobre el terreno, y en determinadas horas hasta del simple encargado del tramo concreto que teníamos que atravesar. Era sorprendente la desenvoltura con que los operarios cambiaban de posición las barreras indicadoras del límite de calzada de una forma en ocasiones hasta displicente, provocando el caos circulatorio aguas arriba del movimiento, hasta que el efecto combinado de la adaptación colectiva de los conductores volvía a restablecer la situación.

Cabe aquí recordar el calvario (a veces) y el cambiante tobogán de feria (otras) que durante años sufrieron los sufridos automovilistas que atravesaban por necesidades ineludibles de su guión diario las obras de una macro-obra que bordeaba las márgenes del Manzanares, felizmente concluidas.

Pero, más sibilinamente, el posterior y continuo corte de carriles (o su repentina habilitación inesperada), dió origen a lo que parece un perverso deslizamiento hacia el desprecio de los derechos del sufrido usuario de la calle, en aras de un supuesto bien superior encarnado por la rapidez de ejecución de los trabajos encomendados.

El resultado es que cortar una calle al tránsito (incluso peatonal) es ya moneda corriente en Madrid, no ya para posibilitar o facilitar una determinada obra pública, que ahora no son tan frecuentes, sino para asuntos tan dispares y triviales como podar unos árboles, hacer una mudanza o rodar una película. Tanto es así, que la impresión que recibe el madrileño es que o bien los permisos de corte de calles se expiden por el Ayuntamiento con mucha liberalidad, o bien dichos permisos no se solicitan por los beneficiarios por el convencimiento de la falta de control público.

Ahora mismo es barato cortar una calle. Convendría sin embargo que el deslizamiento mental (sibilino, escribí más arriba) no nos lleve desde la costumbre de la continua variación de los desvíos en las obras callejeras, hasta la anarquía que supone el que la calle sea solamente del que la necesita en un momento determinado para su particular quehacer.

CRISIS Y DEFLACION

La duración y profundidad de la crisis que venimos padeciendo desde hace unos cinco años en España ha dado pie a que muchas de las ideas preconcebidas sobre el funcionamiento de la economía estén cayendo en desuso, o al menos sean objeto de matizaciones importantes. Solo dos años atrás casi todos éramos keynesianos en nuestras visiones del futuro, queriendo decir con ésto que propugnábamos un mayor gasto público para compensar el espectacular descenso del gasto privado que se había producido.

En realidad la idea tiene bastante lógica, ya que si dos de los sumandos más importantes en la composición del PIB son el gasto del sector privado y el gasto del sector público, la bajada de uno de ellos podría compensarse en principio con la subida del otro, para poder seguir produciendo crecimiento económico. Pocos se dieron cuenta en aquel momento de que la intensidad de la globalización hacía que los esfuerzos de un gobierno determinado (ni tan siquiera los del gobierno norteamericano, como ha quedado demostrado; quizá únicamente, por sus especiales circunstancias políticas, el gobierno chino pueda tener una relativa influencia a nivel global) invalidaba aquella premisa keynesiana. La solución a nuestros problemas económicos debe necesitar de raíces más profundas: debe basarse en la economía real y no en la intervención artificial de un agente externo, aún tan poderoso como pueda ser el sector público.

Recordemos que en todas las crisis recientes (1973, 1987, 2000) ha sido la economía real la que ha sufrido las consecuencias finales del ciclo bajista, ya sea en los salarios, en los precios, en el bienestar social o en la riqueza (en el PIB), aunque en ninguno de los tres casos citados el origen del problema fue la economía real, sino la economía bursátil, la financiera o la del mercado de las materias primas. Parece entonces que la economía real debería ahora adelantarse y producir las soluciones.

Cuando España estaba fuera de la economía del euro, la bajada del ciclo económico se compensaba con las devaluaciones de la peseta. La consecuencia inmediata era el empobrecimiento del país frente al exterior mediante una bajada artificial de los precios de los productos españoles en el extranjero, haciéndolos más competitivos en el contexto global, con lo que el sector exterior (otro sumando del PIB) tiraba de nuestra economía. Como ahora no podemos devaluar, la bajada de los precios esta vez no podrá ser artificial, sino que tendrá que ser real. Expuesto de una forma agresiva: solo saldremos de la crisis con la deflación.

La deflación podría incluso tener que ser brutal, como ocurre actualmente en el mercado inmobiliario en el que quien no baja significativamente el precio, no vende. También podrá ser más gradual si somos conscientes de lo que está pasando y entre todos vamos paulatinamente bajando nuestras pretensiones de precio de un determinado producto o servicio, o elevando su calidad manteniendo el precio de venta (más competitividad), o aceptando un salario más reducido por el mismo trabajo (los funcionarios ya lo han tenido que aceptar), o trabajando más y mejor por el mismo salario (más competitividad, de nuevo), etc. Es una tarea de todos y además inevitable. Si no lo hacemos, desde el exterior nos obligarán a hacerlo, como de hecho ya ocurre.

No quiere decir esto que el sector público debería quedar completamente al margen de este proceso autónomo de la economía real, sino que debería favorecerlo e impulsarlo. Desde luego, el evitar artificialmente la deflación permitiendo la subida del precio de los carburantes cuando sin embargo baja el precio en origen del crudo (como se ha estado haciendo), no es la mejor manera. Se podría entender esta maniobra porque la deflación ha sido tradicionalmente demonizada al postular que producía una espiral de precios a la baja; pero no se ha tenido en cuenta que la economía real ajusta siempre los desvíos patológicos de forma automática (baste pensar en la avalancha de compras de pisos que se produciría ahora mismo si costasen alrededor de 20.000 euros, con lo que la demanda desaforada producida volvería a hacer subir los precios). En este momento del ciclo, el papel de la Administración se percibe como necesariamente regido por la austeridad. Pero además y sobre todo, se la necesita como facilitadora de la economía real, con un significativo descenso del impuesto de sociedades, con la disminución de los trámites burocráticos en todos los aspectos de la vida civil, con la mejora de la seguridad jurídica, o con la promoción del impulso creador de los emprendedores.

El sector de la construcción puede y debe estar implicado en el proceso de deflación, con modalidades que exceden las pretensiones de este blog. Sin embargo, se puede prever desde ahora la reticencia a una bajada unilateral de precios en el mercado nacional, o a acometer alguna otra actuación racionalizadora para provocar la mejora de la competitividad. Quizá sea bueno recordar aquí, como estímulo, que uno de los más importantes grupos de la distribución minorista internacional se creó cuando rebajó brutalmente sus precios de venta al público, al ir a clausurar su primer establecimiento como consecuencia de la falta de ventas en éste. La avalancha de clientes que produjo esta decisión desesperada abrió los ojos al empresario, que continuó elaborando esta idea hasta crear así un imperio comercial a nivel mundial.